Los ecosistemas marinos son los más fascinantes de la tierra, seguramente por lo ajeno que nos puede resultar el medio acuático. No solos nos fascina con su belleza desbordante, sino que nos provee de algunos de los manjares más exquisitos conocidos. Las almejas en general, y las almejas a la marinera en particular, nos precipitan a una sinfonía de sabores y aromas reconocibles, meciéndonos sosegadamente en un alarde de belleza y majestuosidad sin parangón.
Tal carta de presentación pudiera parecer exagerada, sin embargo, el hombre rinde culto a este molusco desde millones de años, a lo largo y ancho del globo terráqueo. Sin alzar tanto la vista, en España, encontramos la primera referencia concreta a las almejas a la marinera bien entrado el siglo XX. Si retrocediéramos al año 1611, en el libro Arte de Cozina escrito por Martínez Motiño, intuiríamos un plato de demostrada semejanza, aliñando las almejas con limón y cebolla.
A lo largo de la historia se repiten versiones que ya orbitan en torno al concepto de la marinera actual, con la salvedad de que se ligan con huevo batido o manteca, práctica habitual desde la Edad Media. Cuando España tiene contacto con la sofisticada y ecléctica cocina francesa, la fórmula cambia, en pro de un refinamiento que nos conduce a incorporar como base un roux. Surgen a su vez variantes con un fuerte componente regional, como el pimentón típico de Carril.
A propósito de Carril, cabe destacar la importancia de la protagonista indiscutible del plato; la almeja. En el mercado encontraremos un amplio abanico de tipos que cuentan con una marcada diferenciación, desde el tamaño, pasando por sus matices gustativos y, evidentemente, terminando por su precio. Destacaríamos la almeja fina o de Carril, presentando una carne firme y muy jugosa. Igualmente interesante —y mucho más económica— resulta el Moelo o Escupiña.
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