La casquería siempre se ha mostrado ambivalente; entre la más menesterosa de las necesidades y el auténtico lujo, en función de la época y cultura en la que fijemos nuestra vista. Hace unos 4000 años los egipcios ya disponían de técnicas muy precisas para el engorde del hígado de las ocas, aumentando su tamaño y a la vez que potenciaban su sabor. Entre los griegos más primitivos cundía la costumbre de homenajear a sus héroes con ostentosos banquetes de tripas asadas.
Más tarde, los sibaritas y gourmets romanos abrazaron la casquería como una delicada y sofisticada exquisitez, destacando el foiegras, rabo, moro, tripas, ubres, testículos, estómagos o las apreciadas mollejas. Incluso en el ya mencionado en otras ocasiones tratado gastronómico Re Coquinaria, Margo Gavio Apicio recogía un amplío número de estas recetas. Podemos concretar que, muchas culturas a lo largo de los siglos han sucumbido a los encantos de la casquería.
Quizá su estatus actual no corresponda al de antaño, no obstante, cada vez son más las voces en la alta cocina que proclaman la dignificación de estos cortes que ofrecen tantas posibilidades. La animadversión que pueden llegar a causar es visceral, y nunca mejor dicho, pues si respetamos unos mínimos de higiene en su manipulación y cocinado, no presentarán mayor inconveniente. De todas las elaboraciones de casquería, las mollejas de pollo al ajillo son una de las más populares.
Refiriéndonos a las aves, las mollejas constituyen la última bolsa de su estómago, encargada de triturar y ablandar en un ejercicio de compresión mecánica los alimentos ingeridos. Se pueden encontrar fácilmente en las carnicerías de barrio o, en su defecto, en los locales destinados a tal efecto, cada vez con una presencia más destacable en las grandes ciudades. La consideración más importante a la hora de cocinarlas no es otra que limpiarlas concienzudamente por dentro.
El proceso, que a priori podría parecer minucioso, se lleva a cabo en unos pocos minutos. Además de eliminar el sebo exterior, cortaremos las mollejas a la mitad para extraer las piedrecitas y suciedad que albergan en su interior. Al igual que haríamos con unos callos, procederemos a blanquearlas con un poco de vinagre, arrebatando cualquier olor o sabor indeseable. Atrévete a preparar estas nutritivas mollejas de pollo al ajillo y evoca aquellas sensaciones de la infancia.
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