España acogió en su seno al almendro hace más de 2000 años, siguiendo la estela de Persia, Siria e Israel y, por supuesto, los griegos, quienes se encargarían de disimilarlo por el Mediterráneo. Su fruto, la almendra, es en la actualidad el más consumido de todo el mundo, concentrándose su producción en dos países, España y Estados Unidos, más concretamente en California. Juntos suman más de dos millones de hectáreas dedicadas en exclusiva a este árbol bíblico.
Como ocurre con otros frutos de consumo cotidiano, su versión silvestre, la que podíamos encontrar floreciendo libremente ajena a la mano del hombre, no poseía el sabor de las actuales, es más, ni siquiera eran comestibles por su alto nivel de toxinas. La sustancia, que fue usada por romanos, griegos y egipcios para conspirar contra traidores, no es otra que la amigdalina que, al ser ingerida, se transforma en el anión de cianuro. ¡Aún está presente en las almendras salvajes!
Gracias a un cambio caprichoso en un gen del fruto, mutación que podría haber ocurrido hace más de 10000 años en el Cercano Oriente, las almendras resultan deliciosas y nutritivas. Desde entonces, la influencia de la almendra en la cultura gastronómica no ha hecho más que crecer, especialmente cuando nos referimos a la repostería. En España, la tarta de Santiago, es uno de los más representativos exponentes de su uso, aunque fuera encontramos otras pertinentes delicias.
Francia puede presumir del que, para mí, es el mejor bizcocho de almendra del mundo, el Gâteau Nantais, creado en 1820 por un célebre maestro pastelero llamado Rouleau, afincado en el barrio Saint-Clémen. En sus proximidades se alzaba el puerto de Nantes, número 1 en Europa en el siglo XVII, como epicentro de la eclosión cultural promovida por la ruta comercial triangular, donde arribaban multitud de productos por aquel entonces exóticos: azúcar, ron o vainilla, entre otros.
Relegado al olvido, este bizcocho de almendra es rescatado por la industria en 1910, captando el interés del conglomerado Lefevre Utile, o más conocida por su acrónimo LU. Denominado en ocasiones pastel del viajero, se convirtió en un rotundo éxito de ventas, además de un emblema nacional de su cocina. Sencillamente perfecto, un bocado dulce y consistente en el que brillan notas a ron y mantequilla, combinadas impetuosamente con el azúcar y la almendra. ¡Imperdible!
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